domingo, 8 de noviembre de 2020

1a Casa – Hospital de Sant Pau – Casa.

Mi maratón, más dura.

Los que nos conocen, tanto a Eva como a mí, saben que somos dos personas que llevábamos a raja tabla las medidas de seguridad, en relación al COVID-19, pero nunca son suficientes. El despacho de Eva no tiene ventilación, y a pesar que no entraba nadie en él, se quedaban en la puerta, es evidente que se contagió allí. Pues una compañera suya le alertó que había dado positivo y al día siguiente, domingo 25 de octubre, una PCR confirmó que Eva era positiva en COVID-19.

Ese mismo día me hice también una PCR, que dio negativa, pero sabía perfectamente que tenía todos los números de la rifa. Solo esperaba, que al igual que Eva, yo también fuera asintomático.

Lamentablemente no fue así, el miércoles 28 empiezo con fiebre y el domingo 1 de noviembre pierdo el olfato.

El miércoles 3 me hacen un test rápido, que da negativo, pero le insisto a la doctora que es imposible: mi pareja contagiada, yo sin olfato y con fiebre una semana… Blanco y en botella ¿no? Al día siguiente, jueves 4, una PCR confirma lo que ya sabía, soy positivo en COVID—19.

Por suerte, ese mismo jueves recupero el olfato, no del todo, pero sí que distingo matices. Era algo que me preocupaba muchísimo, pues me encanta el buen comer, los buenos vinos, vamos que siempre me he cuidado. A pesar de la confirmación del positivo, del todo previsto, fue una inyección de moral, pues pensé que estaba evolucionando a mejor, pero evidentemente me equivoqué.

El domingo 8, viendo que no mejoro, Eva llama al 061 y una ambulancia me lleva a Sant Pau, donde deciden ingresarme.

Al ver que mis valores de saturación no mejoran, vamos, que voy a peor, a primera hora del martes 8 de noviembre, deciden bajarme a semi críticos.

Km. 0. Y aquí comienza mi Maratón más dura.

Siempre he dicho que la Maratón solo tiene dos secretos: se sale y se acaba. Era consciente que estaba en marcha, pero no tenía ni idea de cuanto me quedaba por delante, y lo que aún es peor, ninguna referencia a la que poder agarrarte.

Hasta el día de hoy, y a pesar de lo jodido que haya podido ir en una Maratón, mi mente jamás me ha fallado, nunca. Y confiaba plenamente que no lo hiciera ahora, por primera vez.

Los primeros dos días fueron complicados, pues dudaban si intubarme o no, los médicos insistían en preguntarme si me ahogaba o me dolía algo. Mi respuesta siempre era que no, cosa que además era cierta, pero veía en sus caras que no se lo terminaban de creer del todo. Es más, cuando llamaban a Eva, para darle el parte diario, le preguntaban exactamente por lo mismo.

El jueves 10, me dieron la noticia magnífica notica, había mejorado y según ellos: “— gracias a tu extraordinaria capacidad pulmonar no hemos tenido que entubarte.”

Desde ese momento en semi críticos, me convertí en Sergio “el atleta”. Por suerte no fue “el runner”, pues no sé de donde hubiera sacado las fuerzas, pero las hostias hubieran volado seguro, ja, ja, ja…

No sé como explicarlo, pero cuando corro una Maratón y alcanzo el ritmo crucero, ese que te lleva a la gloria final o al desastre absoluto, pues el margen de error es muy pequeño si vas buscando tu límite, y en todas las maratones que he corrido siempre he buscado mi límite en ese momento, consigo que vayan pasando los kilómetros sin pensar en nada, ni en lo que llevo, ni en como voy, ni en lo que falta, simplemente sigo adelante sin pensar en nada.

Por eso estoy igual de orgulloso de todas las Maratones que he hecho, desde de la primera, la primera vez en la vida que me ponía un dorsal, La Marathon de Catalunya del 1983, y que llegado el kilómetro 32, en el antiguo puente del trabajo, mi antiguo profesor de física del instituto, Felipe Rebollo, me miró y me dijo: “ Anda, déjame aquí sufriendo y corre de una vez.” Seguramente es la vez que más he disfrutado corriendo en mi vida, no tengo referencias de tiempos, entonces no te daban ni el paso por la media, pero sí recuerdo adelantar a muchísimos corredores y llegar al final pletórico de fuerzas, y con un tiempo que jamás olvidare: 3h 25’ 52”.

Y qué decir de la primera vez que bajé de las tres horas, o ese día que me sentía bien y me dejé llevar, y salió, ese mismo día en el que mi entrenador de entonces me gritó al paso por la media “— ¡Vas muy rápido!” Pero ya era tarde, gloria o desastre, y conseguí la gloria de mi MMP: 2h 38’ 35”.

O cuando en el 2007, con 42 años tuve la necesidad de volver a correrla, tras veinte años sin hacerlo por un desgate excesivo en mi rodilla, bajando por segundos de las cuatro horas. Después vinieron más, varias veces Barcelona, la Zegama-Aizkorri, Ámsterdam, Berlín, Vitoria, Atenas, El Priorat… De todas ellas estoy igual de orgulloso, a pesar del tiempo empleado en ellas, pues nunca me he dejado nada dentro, jamás.

Y todo lo vivido corriendo, durante estos treinta y ocho años, sin yo saberlo entonces, me ha servido de mucho ahora.

Conseguir que mis pulmones funcionaran sin sensación de ahogo, a pesar de tener una saturación por los suelos.

El poder dejar mi mente en blanco, sin pensar absolutamente en nada, centrándome simplemente en respirar, y así, durante días y más días.

El no caer en el desánimo, salvo muy contadas excepciones, estos días he vivido en una auténtica noria emocional. El trato que he recibido de la inmensa mayoría del personal ha sido maravilloso, pero también me he cruzado con dos personas sin empatía alguna, dándome previsiones poco halagüeñas, que por suerte no llegaron a cumplirse, pero que en esos momentos fueron torpedos directos a la moral.

En definitiva, mi cabeza, la que nunca me había fallado, salió de nuevo en mi ayuda.

Tras ocho días en semi críticos, el miércoles 18, me dan la maravillosa y deseada noticia: “— has evolucionado muy bien y hoy te subimos a planta.” Seguía necesitando oxígeno continuamente, pero fue el primer subidón de moral en diez días.

La primera noche en planta, entra una enfermera y me dice: “— hombre, si eres Sergio “el atleta”, el otro día me bajaron a ayudar en semi críticos y te he reconocido.” Pensé que aun firmaría algún autógrafo, ja, ja, ja…

El jueves 19, la fisio me marca unas pautas para hacer ejercicios respiratorios y le pregunto que si puedo caminar. Su respuesta: “— Claro que sí, mientras mantengas la saturación, como mínimo, a 95.”

Eva me había traído el pulsioxímetro, un medidor de la saturación de oxígeno en sangre, que a partir de ese momento se convirtió en mi nuevo “Garmin”.

Esa misma mañana decido empezar con mis paseos, por supuesto confinado y sin poder salir de la habitación, una ida y vuelta de 12 metros. Y empiezo a caminar, lento, muy lento, me siento débil y extraño, pero la saturación se mantiene en 96, así que decido hacer cuarenta y dos veces, un número nada al azar, el ancho de la habitación. Tardé casi siete minutos en hacer doscientos cincuenta metros, esto va a ser duro, pensé.

Visto que contar las vueltas era un coñazo, decidí marcarme los minutos que quería hacer, y esa misma tarde caminé media hora más, vigilando cada cinco minutos mi saturación en mi nuevo “Garmin”.

Al día siguiente tres cuartos de hora y desde el sábado 21 una hora diaria cada tarde. Decidí pararme ahí, pues una hora ya estaba bien y el echo de hacerla como un puñetero hámster tampoco ayudaba a alargar el tiempo del paseo.

Y así fueron pasando los días de la misma manera, a las 7h me levantaba bajo de saturación, me sentaba en la butaca concentrado en la respiración para subirla antes de que me tomaran las primeras constantes del día, sobre las 8:30h. Desayunaba a las 9h, sobre las 10h pasaba la visita médica, trabajaba dos o tres horas con el portátil, comía a las 13h, leía un par de horas, caminaba mi hora de rigor, me tomaban por segunda vez las constantes, cenaba a las 19h, volvía a leer un rato o veía alguna serie/película haciendo tiempo para que me tomaran las constantes por tercera y última vez en el día, sobre las 23h. Y el resto de los momentos del día, concentrado en respirar y mantener la saturación lo más alta posible.

El martes 24, la doctora decide quitarme la mascarilla y dejarme solo con las “gafitas” a dos litros de oxígeno. El miércoles lo bajó a un litro y el jueves 26, me retira el oxígeno, diciéndome: “— si sigues así, el sábado te irás para casa.”

Por primera vez, en dieciocho días, supe donde estaba la meta. A partir de ese momento, dejé de restar días, y me concentré en una única cosa para poder irme de allí, que mi saturación estuviera a 95, como mínimo, cada vez que me la midieran, cosa que conseguí. Es curioso, lo que se puede llegar a hacer, concentrándose en la respiración durante un cuarto de hora.

Tras dos interminables días, el sábado 28 de noviembre a las 11:45h, salgo por mi propio pie de la habitación y me dirijo a la salida del hospital, donde Eva me estaba esperando para llevarme a casa, cruzando así, tras veinte días ingresado, la línea de meta.